A mis 34 años, mis padres estaban obsesionados con mi soltería, convencidos de que era hora de que sentara cabeza y les diera nietos. Su insistencia llegó a un punto álgido y incómodo con un ultimátum: no heredaría nada a menos que me casara antes de los 35 años, una fecha límite que se cernía sobre mí.
Un día particularmente molesto, vi a una mujer sentada en una esquina. Llevaba el pelo despeinado y sostenía un cartel desgastado que decía: “Necesito ayuda”. Sin embargo, a pesar de su situación, sus ojos tenían una calidez tranquila que captó mi atención.
Por capricho, me acerqué a ella y le hice una propuesta inusual: me casaría con ella para satisfacer las exigencias de mis padres. A cambio, le proporcionaría lo esencial: alojamiento, comida y ropa. Todo lo que ella tenía que hacer era desempeñar el papel de mi esposa.

Su nombre era Jessica y, para mi sorpresa, aceptó. En cuestión de días, estaba limpia, vestida y lista para conocer a mis padres, quienes estaban encantados con la noticia de nuestro compromiso. Se celebró una boda rápida y sencilla y comenzamos nuestra inusual relación. Pero todo cambió una noche, apenas un mes después.
Cuando llegué a casa, la encontré impecable, con el aroma de una comida recién hecha en el aire y un ramo de flores de colores vibrantes sobre la mesa. Jessica me recibió con una sonrisa y me sirvió mi plato favorito con una gracia que no había previsto. Se había transformado de maneras que apenas podía creer.
Mientras comíamos, me habló de su vida, de sus luchas, de su resiliencia y de los sueños a los que se había aferrado a pesar de todo. Luego me entregó un pequeño cuaderno envuelto en tela. Era su diario, lleno de reflexiones y aspiraciones íntimas. Sus palabras: “No necesitaba que me salvaran, solo que me cuidaran” resonaron en mi mente mucho después de que las dijera. Jessica ya no era solo parte de un arreglo apresurado: se había convertido en alguien a quien realmente apreciaba.
Al día siguiente, les confesé todo a mis padres. Lo que había comenzado como un desafío a su ultimátum se había convertido en algo real. Jessica no era solo un medio para un fin: era mi compañera, alguien que había aportado profundidad y significado a mi vida de maneras que nunca esperé.